miércoles, 22 de enero de 2014

El mejor juguete del mundo




















Hace ya un tiempo, exactamente tal día como hoy, en la víspera de mi cumpleaños, cuando estaba a punto de hacer siete, mis padres me fueron a buscar al colegio y me llevaron a una juguetería, para que eligiese mi regalo.
No sé porqué lo hicieron. Fue la primera y última vez que obraron de esa manera, pero fuese por lo que fuese, allí estaba yo, tan contento, sin tener que coger la guagua como cada día y acompañado de mis padres. Salimos del colegio y tal como recuerdo, fuimos a La Casa Portuguesa, una tienda de juguetes y maquetas, que ocupaba los bajos de una casa antigua, vestigio de otras épocas más lustrosas. La Casa Portuguesa ya hace unos cuantos años que cerró sus puertas y ahora es una cervecería restaurante, que de vez en cuando tiene actuaciones musicales en directo.

Pero allí estaba yo, ante tanto despliegue de juguetes. 
Tras flanquear la puerta, oí la frase de: "Elige lo que quieras...", matizada lógicamente con un "pero tampoco te pases..."
Tal situación puede hacer que un niño esté durante horas dando vueltas por la tienda sin saber qué escoger, de aquí para allá, con una gran excitación, pero aquél no fue mi caso. Tras pocos segundos ya sabía exactamente cuál iba a ser mi regalo. Me fui directamente a una estantería donde estaban mis juguetes favoritos: los Lego.
La vista se fue hacia dos cajas que contenían un barco cada una. La más pequeña, un barco de policía; una patrullera que rompía las olas, vigilando la costa. La caja de mayor tamaño, un precioso barco azul que transportaba contenedores, surcando el mar hacia su destino.

Cuando llegué a casa, celebré con gran alegría mi cumpleaños por anticipado, siguiendo paso a paso las instrucciones, hasta acabar montando totalmente mis barcos y empecé a vivir la primera de mis mil aventuras marítimas.
Unos meses después, recibí la visita de mi padrino, mi tío Nane, capitán de la Marina Mercante, que me sorprendió jugando con ellos.
Recuerdo que me dijo en tono que a mí me resultó muy serio:
- Sigue jugando con barquitos, que así empecé yo y mira cómo he acabado...
Aquella declaración vocacional me hizo reflexionar y por si acaso, ya que entre los miembros de mi familia no contaba con ningún astronauta, poco a poco fui sustituyendo mis barcos de Lego, por los Lego del espacio.

Hace unos días leí en el blog de un entusiasta de los Lego que ya pasaba de los 40, comentaba que es bien sabido entre los seguidores de este juguete, que existe una época bien definida en los amantes de los Lego, que se llama Los años oscuros.
Los años oscuros son aquéllos que comienzan cuando tienes una edad en la que a pesar de que todavía te encanta desperdigar las fichas por el suelo y dejar volar tu imaginación constructiva, no te atreves ya a invitar a amigos de clase a jugar a casa y compartir esos momentos con ellos. Esa edad en la que el Lego empieza a ser un gran secreto que casi te abochorna. Con sólo pensarlo, se te caería el mundo encima si esa niña de clase que tanto te gusta, ésa que se tapa el pecho con una carpeta forrada de sus ñoños cantantes y actores favoritos, se enterase que estás deseando que llegue el viernes para volver a construir la más grande nave espacial que haya surcado nunca el universo del salón de tu casa. Y ante tanta incomprensión y vergüenza, con todo el dolor del mundo, un día tomas la decisión, porque sientes que ya te tienes que comportar como un hombre, porque ya no eres ningún niño.

Los años oscuros acaban mucho tiempo después. Y luego, surge una segunda etapa dorada. Esta segunda etapa de pasión por el Lego, es mucho más intensa que la primera, cuando eras niño. Al placer de construir ladrillo a ladrillo, se une el recuerdo y la nostalgia que embriaga a todo buen cuarentón. Y aquel niño que se fue y ha vuelto, lo ves reflejado en tu hijo. Y entonces, la magia aparece.
Paso a paso, prácticamente sin que me diese cuenta, me vi de nuevo sobre una alfombra, manipulando aquellos ladrillos, separando con fuerza aquellas piezas que junté muchos años atrás y que pacientemente han estado esperando mi regreso. 
Casi sin hablar, en un susurro que da más placer que la algarabía, estoy sentado junto a Guille. Tiene cinco años y medio y su preciosa sonrisa me contagia, al verlo disfrutar jugando con las maravillosas piezas de colores, tal y como yo hacía tantos y tantos años atrás, antes de Los años oscuros
Miro a un lado y veo entre mis manos, entre mis dedos y entre los deditos de Guille, cómo poco a poco, milagrosamente van apareciendo y cobrando forma mis juguetes de la niñez y como un extraordinario viaje en la máquina del tiempo, ahora puedo compartir con Guille las increíbles aventuras que viví cuando era niño, en el universo del salón de mi casa.
 

martes, 14 de enero de 2014

El Otro




Victoria abrió la ventana y una luz anaranjada del sol del atardecer invadió todo el salón de su apartamento. No era el sol de verdad, aunque ya casi nadie lo echaba de menos. Hacía muchas décadas que había quedado oculto por el denso smog y el eterno invierno nuclear que envolvía todo, pero el holograma que se intercalaba entre los dos paneles del vidrio de su ventana, hacían creer que penetraban rayos infrarrojos, dando una falsa calidez y un calor que harían olvidar al propio Sol. 
Se dirigió al centro de la habitación y con cierta melancolía, perdió su mirada en un jarrón con flores transgénicas, con colores vivos, de una intensidad imposible. 
 
Casi a la vez se oyó un chasquido electrónico que hizo que Victoria descendiera de su limbo y dirigiera su vista a la entrada. Daniel cerró la puerta y entró con paso lento, no tan alegre como solía hacer cuando le tocaba volver a casa, después de pasar tanto tiempo fuera. Aunque esto había mejorado últimamente. Desde que había cambiado de compañía, por fin pasaba más tiempo con Victoria. Atrás quedaban las épocas en las que hacía de copiloto en una pequeña y herrumbrienta nave de carga, que operaba en el cinturón de asteroides, transportando minerales, componentes electrónicos, o lo que fuese a las colonias exteriores. Desde hacía unos pocos años había prosperado. Ahora era el comandante de una flamante aeronave de última generación que trasladaba como pasajeros a grandes ejecutivos, deportistas o millonarios, deseosos de viajar con rumbo a lujosas estaciones espaciales. Los anillos de Saturno, se habían convertido en su rutina y habían dejado de ser un destino exótico y lejano, reservado a unos pocos privilegiados. Moviéndose con destreza entre las divisiones de Cassini, estaba tan familiarizado con las rutas estelares de Saturno, que ya apenas tenía que consultar las cartas de navegación para orientarse.
Daniel lanzó sobre la mesa la tarjeta táctil con la que se abría la cerradura de su casa, que comenzó a girar sobre sí misma. Se despojó de su cazadora de vuelo y de su gorra, dejando ambas sobre la mesa, junto al jarrón de flores imposibles.
Se acercó hasta Victoria y como hacía desde el primer día, la agarró por sus estrechos hombros y la besó. Ella pensó que él cerraría los ojos. Ella no lo hizo. Él tampoco.

- Tenemos que hablar - dijo él inmediatamente.
- ¿De qué? - contestó ella intentando disimular sus nervios - ¿De qué quieres que hablemos?
Daniel la miró intensamente, sin dejar de agarrarla por los hombros, impidiendo que ella agachara la mirada.
- Ya sabes de qué - dijo lentamente, de forma cálida - Y yo también.
Daniel hizo una pausa, como para permitirle ordenar sus ideas y que comenzase con su relato:
- Háblame de él.
Victoria dio un paso atrás y se vio arrinconada. Supo que ya había llegado a ese punto en el que no valía la pena seguir ocultando más su historia. Quiso preguntarle cómo lo había averiguado, pero a estas alturas, poco tenía ya importancia. El miedo a contar la verdad sería sin duda compensado con el regalo de la liberación de no tener que esconder más su secreto.

Victoria tragó saliva, pero antes de que un hálito de voz saliera por su garganta, como en un último gesto de misericordia, Daniel le concedió una prórroga y continuó hablando:
- Dime que lo que sé no es verdad.  Dime que sólo has querido pasar unos buenos ratos mientras estaba fuera, porque te sentías sola. Que todo esto es porque necesitabas sentirte querida. Dime que todo se explica porque me echas de menos. Dime que me necesitas siempre a tu lado. Que nunca se te ha pasado por la cabeza dejarme. Dime que en realidad has estado aprovechándote de él, porque no te has cansado de mí y me has olvidado. Dime que en ningún momento has tenido la tentación de compararme con él, porque en tu mundo no hay nadie más importante que yo. Dime que cuando vuelvo de cada viaje tú también tiemblas al verme, y tu corazón también se acelera y también piensas que en todo el Sistema Planetario jamás encontrarías a nadie como yo.

Victoria elevó ligeramente el mentón y sus ojos se encontraron con los de él.
- No, Daniel. No puedo.
Victoria le acarició levemente la mejilla con el dorso de la mano, con un gesto que más que de amor, era de consuelo. 
Daniel la miró con los ojos húmedos, como queriendo decir: ¿Por qué?
Victoria, adivinando su mirada, le contestó:
- No te lo puedo decir, Daniel, porque todo lo que dices, es lo que siento por él.

Se hizo el silencio hasta que Daniel se repuso ligeramente.
- ¿No puedo...? ¿No podemos...?
- No nos hagamos daño, Daniel. No serviría de nada.
- Pero Victoria... Todo el tiempo que llevamos juntos... No podemos dejar escapar todo... Déjame intentarlo... Todavía estamos a tiempo...
Victoria condujo la mano hasta los labios de Daniel, haciéndole callar.
- Daniel... Has llegado demasiado tarde a mi vida. Y aunque te hubiera conocido diez años antes, habrías seguido llegando tarde igualmente, porque él siempre ha estado en mi mente, dentro de mí. Llevo buscándolo toda mi vida, soñando con conocerlo algún día. Cuando le ví, lo supe. Es perfecto. Es él. Lo es todo y ahora, por fin, está aquí, en mi vida.
- Déjame intentarlo - suplicó él, como desembarazándose de las tupidas redes en las que se convertían sus rotundas palabras.
Victoria cerró los ojos, moviendo ligeramente su cabeza a ambos lados, como en un gesto de desaprobación.
Daniel comprendió que había perdido. Y antes de que Victoria los abriera de nuevo y para evitar ser visto llorando, Daniel se dio la vuelta, cogió su cazadora y su gorra y se marchó del apartamento. Allí quedó la tarjeta táctil, inmóvil, junto al jarrón.

Después de un buen rato, Victoria se atrevió a activar el panel de comunicaciones. Una placa de cristal transparente surgió desde una pared. Tocó por la parte inferior y fue iluminándose con números de colores y sonando distintos tonos a medida que iba marcando sobre el cristal.
Enseguida, en un recuadro que ocupaba casi todo el cristal, apareció un rostro que le hizo sonreír levemente.
- ¡Hola! - dijo Victoria - ¡Ya está! Ya lo sabe, Jon. Sí, sí... Se ha ido.
- ¿Estás bien?
- No. Sí. No sé... Estoy triste. Me duele hacerle daño. Pero estoy feliz. Aliviada, eso es. Aliviada es la palabra. Pero no me siento bien del todo.
- ¿Quieres que vaya?
- Sí, Jon. No quiero estar sola. Hoy no quiero hacer el amor. Sólo quiero estar contigo. Necesito que me abraces y no me sueltes en toda la noche.

Más tarde, ya la luz anaranjada tal y como estaba programada, dejó de entrar en el apartamento, dando paso a las luces de los grandes edificios de la ciudad, que tomaron el relevo. La intensa iluminación de la metrópolis, llegaba tenue al apartamento por las nubes de smog contaminado y apenas alcanzaban el torso desnudo de Victoria, abrazada a su amante, en una casi penumbra.
- No va a ser fácil - dijo él - Ya lo sabíamos, ¿no?
- Me da igual, Jon. Que piense la gente lo que quiera. Te tengo a ti y eso es lo único que me importa de verdad. Ya sé que nadie va a entender que me haya enamorado de un robot.
- Un robot que sabe lo que es el amor y es lo que siento estando contigo, Victoria.
- Te quiero tanto... - dijo ella. Sus mejillas se empaparon de lágrimas de felicidad y entonces él la abrazó más fuerte.